Ramón Zallo

(In memoriam Txato Galante)

“La línea invisible” es una serie corta, de seis capítulos, dirigida por Mariano Barroso, presidente de la Academia de Cine, desde una idea original de Abel García Roure y co-guionizada por Alejandro Hernández y Michel Gaztambide. Se ha estrenado en #0 de Movistar y supongo que se moverá por otras plataformas y canales de TV.

Habla de ETA, de la de finales de los 60, de la de Eskubi y Txabi Etxebarrieta, posterior a la ETA pionera -que no aparece en la serie más que para elegir el nombre y acrónimo de la organización-, aquella ETA anterior de los Txillardegi, Benito del Valle, Madariaga o Imaz que seguían en activo, al igual que los Bareño, Bilbao Barrena, J.F. Azurmendi, Sabin Arana,… y que, hasta entonces, se había centrado en la concienciación y la propaganda armada.

La serie

Tiene una creíble y bien contada narrativa, de las que suministra la realidad aunque se la retuerza hasta desfigurarla; con unos personajes de ficción sólidos aunque, como un eco, distorsionen a las personas reales y reconocibles hasta decir lo que no fueron y, en algún caso, injuriarlas; una buena fotografía que hasta embellece a las fuerzas de seguridad de una Dictadura y a la Dictadura misma, que apenas se esboza en cartón piedra; un guion que, a pesar de sabernos el final, atrapa porque está hecho a la medida de los sentimientos a los que interpela en un ritmo tranquilo y reflexivo.

Tiene el descaro de plantearnos una historia donde los malos son casi buenos, un poco rudos sí, pero tiernos y humanos en su banalidad (a lo Hannah Arendt), ya se trate de un chaval en el sitio equivocado y al servicio de una Dictadura, como el Guardia Civil José Pardines, o de un torturador, que fue pieza clave en las labores represivas como jefe de la Brigada Político-Social de Gipuzkoa, y cuya nómina de torturados y aterrorizados fue tan incontable, del que el Melitón Manzanas de la serie es un pálido y casi simpático reflejo que, incluso y dudosamente, alardeaba de vasquidad. Y ello a pesar de que su muerte la celebró toda la oposición al régimen desde Irún a Sevilla. Melitón Manzanas ¿víctima ilegítima como un Luther King? ¿O más bien un ajusticiado como un Mussolini colgado o un Ceaucescu fusilado?

Dilemas morales… que son planteados en la serie desde la mirada de hoy, no en su momento histórico, cuando se sufría una Dictadura y a sus esbirros de primera línea. Releer las historias, con ojos de hoy y fuera de contexto, las trampea y les hace decir, porque sabemos lo que siguió, lo que se quiere que diga.

En cambio, los buenos -los que lucharon por un ideal desde el riesgo máximo contra una Dictadura que mataba y oprimía-, aquella ETA -entre otras organizaciones- que es presentada como romántica, y así era, no admitía víctimas inocentes (proteger a la limpiadora de El Correo en Eibar le costó casi la vida a Ibargutxi). Se la presenta como una ETA distinta a la posterior.

Pero le añaden dos atributos, y los dos inciertos. Primero un afán desmedido por empuñar armas, llegar a matar, tenerlas permanentemente encima de la mesa etc. y que no se corresponde con las actitudes de la época, cuando las usaban solo en previsión de un encuentro policial fortuito o como autodefensa -como ocurrió con Txabi, o con un Mikel Etxeberria que, herido y escapando, mató al taxista Fermín Monasterio por oponerse a trasladarlo y enfrentársele, según relató – o para “requisar” fondos. En la época, el caso Manzanas fue una excepción, no la regla. Y segundo, y esto es más grave en la narración, se la sitúa como el germen del mal y del horror que abriría, de forma determinista, una caja de Pandora que ya no se pudo parar. La tesis, y leitmotiv de la serie, es que aquella ETA fue y será responsable, eternamente, de lo que durante 43 años hasta 2011 -y no hasta 2018 como dice la serie- hicieron otros.

Esa misma idea tiene hasta cuatro versiones distintas.

La lógica de la narración, en la primera versión, apunta a que aquella generación de militantes puso el huevo responsable de todo lo que vino después: “Amesgaiztoaren jatorria ari gara kontatzen” (contamos el origen de la pesadilla) dice Barroso en Berria (7.4.20). En las imágenes no parece interesar argumentativamente si el huevo tenía que ser de serpiente o podía ser de otra cosa (como un ave fénix o de un zirauna– sirón, el simpático lagarto sin patas) cuando no hay determinismos genéticos. Tenía que ser de víbora, para quien lo mire con anteojeras.

La misma idea -está en la voz en off de la ficcionada Txiki-, se repite en un eficaz recurso narrativo del propio guionista que en el último momento de la serie da la clave de su mensaje, mezclando dos pasados, el de los 60 y el de finales de los 70, y éstos con los años de plomo posteriores, un tiempo continuo, cuando dice “y abandonamos todo aquello, huyendo del horror y la tragedia que habíamos contribuido a engendrar”. Con su marcha, con Maxi y su hija, pasando la muga quiere salvarse de ser un Kurtz en el “corazón de las tinieblas“ (Joseph Conrad), obviando que el infierno era la Dictadura misma -de la que nada dice- y no la entusiasta y valiente militancia antifranquista de la que había sido parte y que estuvo lejos de ningún horror para dar lo mejor de si.

Ciertamente conozco a varios que, renegando del pasado, suscribirían esa visión, pero conozco a muchos más que se escandalizan por la perversión de empañar una realidad reconstruyendo el pasado con lo vivido después, o por sostener que todo aquello solo sirvió para perpetuar una tragedia. Como se ve, la apuesta de la serie es por la fácil digestión, ahorrarse linealmente, así porque sí, nada menos que todos los cruces generacionales y de personas, y todos los contextos posteriores que fueron muy distintos.

La segunda versión también la da Txiki (o sea de nuevo el guionista) cuando se atreve a decir que “Tanto dolor no sirvió de nada”. No hace falta decir que vivir en esta, más o menos, democracia da idea de que sirvió para algo y Euskal Herria fue la abanderada del cambio y la más sacrificada con numerosos “estados de excepción” sufridos. Nada se regala ni cae del cielo. Los funerales de Txabi (1968) y el Proceso de Burgos después (1970), levantaron una marea social que, con el tiempo, se llevó por delante a un Régimen que murió matando y que tuvo que negociar las condiciones de su amnistía y la preservación de sus aparatos de Estado más importantes (desde el monarca a la policía y militares pasando por la judicatura y la clase funcionarial franquista) con quienes no estuvieron legitimados para transigir (PCE y PSOE) pero lo hicieron.

En tercera versión, se va más allá. No lo dice la serie pero son palabras que desvelan el pensamiento del autor de la idea original, Abel García Roure cuando le dice al Observatorio de Investigación de Estudios sobre Terrorismo. “El título de la serie se refiere, en su literalidad, al instante decisivo en el que ETA dejó de ser una organización subversiva antifranquista más, de las muchas que entonces fantaseaban con la lucha armada, para convertirse en una organización terrorista propiamente, responsable directa de crímenes y muertes violentas”.

O sea, el horror, el terror y la tragedia no las generó la Dictadura (violenta y opresiva por naturaleza, con guerra civil, exterminio y depuración consiguientes y años de violenta paz de por medio), sino quienes intentaron combatirla también con una violencia de respuesta, que fue, hasta casi el final del franquismo, bastante comedida. Se desdibuja la gran lucha antifranquista de aquellas generaciones de jóvenes de los años sesenta y setenta. La Dictadura parece que se disolvió sola porque Franco no pudo levantarse de la cama. Eso sí que es el peor revisionismo de la Historia. Y luego nos quejamos del revisionismo de la extrema derecha con el nazismo.

El aura de la palabra terrorismo es tan poderosa y estigmatizante que usarla para cualquier violencia se convierte en un recurso de poder. Y, sin embargo, el padre Ellacuría –en una conversación que mantuvimos en los primeros 90 en El Salvador- tenía clara la diferencia entre terrorismo y violencia cuando distinguía entre coches-bomba (terrorismo con víctimas colaterales) y bombas en los coches, aunque también decía, y llevaba razón, que no todo es legítimo en la lucha contra una Dictadura.

En cuarta versión, más adelante en la misma entrevista, da un paso más y señala que “la ETA de los años de la democracia se nutre directamente, tanto a nivel discursivo como organizativo, de todo lo ensayado y desarrollado en ETA durante los años en los que la generación de Txabi Etxebarrieta lideró ETA”. O sea, no solo fue el huevo de la serpiente sino la serpiente misma, sólo que todavía adolescente.

Simplemente no es verdad. Las diferencias fueron cualitativas: en referentes de clase; en ideas fuerza (con referencia nacionalista radical en ETA militar); en las praxis respectivas; en los modelos organizativos de PM y de ETA M; en la hegemonía y autonomía del brazo militar sobre la corriente política; en la identificación de la vanguardia (consigo misma en la ETA posterior); en la idea de víctima y de los límites de la violencia; en las alianzas; en la diferenciación entre la marca electoral con base social, grupos (entre ellos ETA militar) y KAS, inexistentes en la época anterior; en la cárcel como frente en que no se solicitan grados; en el rol del debate…. Y podría seguir.

La culpa y el pecado

La atribución del “origen del mal” tiene dos vertientes, y las dos religiosas.

Una. La del pecado original. Es como atribuir a la toma del Palacio de Invierno (Rusia 1917) la aparición posterior del estalinismo o incluso de Putin; o cargarle a la República española (años 30) con el sambenito de la emergencia del franquismo contra el que luchó, o del felipismo o del aznarismo que le siguieron; o al PNV endosarle el nacimiento de ETA que intentó impedir en todo momento, aunque su responsabilidad fue la incapacidad para canalizar las ansias juveniles de lucha en el tardofranquismo y para las que ETA fue un imán.

Es el determinismo más simplón, como si la historia real y la humanidad, las personas y las clases, no tuvieran opciones en cada momento para empujarla en una u otra dirección, y todo estuviera ya escrito desde el principio antes de que suceda. El libre albedrío y el derecho a cambiar la realidad por los suelos. Un mensaje conservador y reaccionario donde los haya. ¡No luches, resígnate, porque si no, te equivocarás! Lo que tenga que ser, será. El Poder y/o el Acontecimiento fundador, de no retorno, que decía Alain Badiou, lo dominarían todo.

Otra. El pecado y la culpa, mea culpa. Como la de aquel cura, joven y lerdo, que en 1966 me decía, en la sacristía de la parroquia de Etxebarri -yo era de la JOC y estaban en lucha los de Bandas- que “si te detienen tienes que decir la verdad porque nunca se puede mentir” (aunque hundas a un compañero o ayudes al Régimen). Le mandé al carajo.

Matar está mal, cierto, ¿en cualquier circunstancia? ¿En una guerra? ¿En legítima defensa? Mucha gente se reconoció en la muerte de Manzanas, planteada como una ejecución expeditiva, de justicia popular, en un apretar colectivo del gatillo simbólico, contra un Régimen sin justicia. Cientos de nuevos militantes se incorporaron a ETA. Ahí, ¿se cruzó la línea invisible colectiva? ¡No! Era la Dictadura la que atravesaba la línea todos los días con atropellos, detenciones y tiros.

El propio Francisco de Vitoria habla de la legitimidad del principio de resistencia a la autoridad injusta en los términos de un derecho subjetivo de auto-defensa. La diferencia está en que lo condicionaba en el caso del tiranicidio a un (imposible) procedimiento jurídico objetivo. De todas formas, como Dictadura dura y larga, reunía unas condiciones para legitimar la confrontación directa que, después, en democracia, ya no se dieron, al menos a partir de algún momento -habría que determinar cual-. Y ello, a pesar de que la democracia de baja calidad que trajo la Transición (1976- 1983), y con más agujeros que un queso Emmental, no fue ni la exigida ni la posible.

Haber estado siempre en contra de esta democracia concreta, a muchos no nos hace responsables de quienes la han combatido con medios extremos, que considerábamos públicamente como ilegítimos e ineficaces, a pesar de ganarnos el repudio de quienes lo justificaban. Está socialmente pendiente el debate sobre lo que pasó -sus por qué, cómo, qué pasó, qué trajo, cuándo se debió dejar, cada cual qué hizo- un ejercicio tan doloroso e imprescindible, como legitimador y sanador, al que ni Patria ni La línea invisible contribuyen, salvo en apuntes tangenciales. Lo que sí hacen es marcar una nota en una agenda colectiva. Un tema que está ahí, y que siendo coetáneo a que haya presos y presas pendientes de excarcelar o acercar, no cabe demorar.

La misma pregunta se tienen que hacer, de todas formas, los que miraron para otro lado con las torturas de antes y después, con los renglones torcidos del Estado de derecho, con la conculcación de derechos individuales y colectivos…. Unos cuantos conversos se revistieron con la ética del poder, confundiendo Estado y Derecho, poniendo el Estado por delante, hiciera lo que hiciera, porque “estamos en guerra” decían, con lo que el Derecho no era quien legitimaba al Estado sino el Estado quien lo utilizaba a conveniencia.

Llevándolo a la caricatura recuerda al personaje de Pangloss en Cándido (Voltaire) cuya lema era que vivimos en “el mejor de los mundos posibles” (esta democracia) incluso cuando hay tragedias (las guerras sucias o las muertes evitables) porque todo tiene un propósito, una causa inherente, se conozca o no, y en cualquier caso justificable (la razón de Estado exige defenderse de cualquier manera de “los enemigos de la democracia y la libertad”) y mejor no interferir en el destino porque siempre será bueno per se o porque dios lo quiere.

Pero ¿hubo Dictadura?

Algo debió haber –según la serie- para que unos jóvenes se enfadaran tanto y Melitón Manzanas, corrupto e infiel, retorciera unos dedos y encargara a sus colegas que le “extraigan” información al compañero de Txabi. Pero la Dictadura y sus largas maldades no están en la serie; solo en sordina, edulcorada, aunque tampoco se la salve explícitamente.

Aparte de alguna escena -para olvidar- de represión de concentraciones, ni se esbozan los estados de excepción, las cárceles y deportaciones, la militancia antifranquista perseguida en todo el Estado español, ni las grandes movilizaciones, incluso internacionales; por ejemplo, a finales de ese mismo mes de junio ante la sentencia de muerte –conmutada- por tribunal militar contra el compañero de Txabi, Iñaki Sarasketa, hoy ya fallecido. En cambio la Dictadura es naturalizada (los guardias civiles saludados en las tabernas, se echan novias autóctonas) y la sociedad está alegre y dicharachera (el parque de atracciones de Igeldo a rebosar). Y ello se contrasta con la locura de aquellos chavales, medio descerebrados, que querían matar por matar, subvertir un orden que, al fin y al cabo, no era para tanto. Pero no estaban tan solos como sugiere la ficción. Ya en 1967 en el Aberri Eguna de Iruña se concentraron, a pesar de la prohibición y los controles, 20.000 personas (300 detenciones). Eran parte de algo mucho más grande.

No parece de recibo que en la confrontación narrativa de personajes –Txabi versus Pardines vs Melitón- se sugiera que ya entonces la sociedad estaba dividida en dos como luego sí lo estuvo. En la época aquello era claro: un régimen totalitario nacido de un exterminio, con su aparato policial y su pequeña base social fascista, con el apoyo de las clases dominantes y la Iglesia; y, al otro lado, una inmensa mayoría en forma de sociedad sufriente, con una parte mayoritaria adaptada, o resignada y pasiva, y otra minoritaria y combativa (desde abertzales a comunistas y autónomos, y en todas partes del Estado, pasando por otros más tibios opositores, como el PNV y PSOE de la época). Esa minoría estaba empeñada en despertar la conciencia del resto mediante su “compromiso”, incluso con los automatismos -teorizados inmediatamente después por José Luis Zalbide en la cárcel- de la estrategia de la “espiral de acción-represión-acción en espiral ascendente”, y que fue funcional a la izquierda abertzale, incluso tras la Dictadura, al menos – y es solo una opinión- hasta el Pacto de Ajuria Enea y el fracaso de las conversaciones de Argel, a finales de los 80.

Los debates

La serie, además de descontextualizada, ridiculiza los debates de la época. Plantea los debates entre los militantes de aquella ETA de manera simplificada hasta la idiotez, al contrario de lo que se puede consultar en los tomos de la colección de Documentos en Hordago (1979) y en tantos otros que me ahorro enumerar.

La Vª asamblea de ETA (1966 y 1967) – escrita por quienes la vivieron- no fue como se cuenta en la serie. Tuvo dos partes, con meses de separación y dos lugares y temas distintos. En la 1ª parte (Gaztelu, 7.12.66) se saldaron cuentas con el “españolismo obrerista” (con la escisión de los de ETA berri que pasarían a crear Komunistak); pero, en la 2ª parte (Getaria marzo 67) el choque fue con el culturalismo nacionalista y socialista no marxista que no se reivindicaba de la revolución socialista. Se saldó con otra escisión, esta vez de históricos, como Imaz, Txillardegi, Benito del Valle… Txabi ejerció de eficaz presidente de la Asamblea y como teórico y partidario de las tesis ganadoras, pero no era el líder -como se le presenta en la serie- siéndolo de forma indiscutible, Jose Mari Eskubi. No se elegían los líderes, se consagraban por sus capacidades o carisma. Así que lo de El Inglés entregándole la primogenitura queda bonito pero artificioso ya que sostenía las tesis contrarias.

Es posible que se barajara la posibilidad de atentado contra Manzanas antes de la muerte de Txabi, lo cierto es que tras ella se precipitó dándole un sentido de respuesta. Pero la idea de un acto fundacional y de iniciación de una nueva etapa de salto cualitativo mediante un rosario de atentados mortales, no se corresponde con los hechos.

No hubo tal rosario. Tuvieron que pasar años desde 1968 hasta la muerte de Carrero Blanco (1973), para que las víctimas mortales se colocaran en el centro de la estrategia práctica, y fueron otros. Luego vinieron la masacre de la Calle Correo en Madrid (1974) y otros.

Lo cierto es que desde 1968, ETA -tras un sinfín de detenciones- entró en crisis hasta la VIª Asamblea (septiembre de 1970), de la que renació una ETA oficial (ETA VIª), con mayoría militante, pero de la que se desgajaron tres corriente: Células rojas -incluido Eskubi-; los anticolonialistas de Madariaga; y, sobre todo, la corriente que no acudió y que con el tiempo configuraría ETA (V), partidaria de exacerbar la lucha armada pasando a ser, con los años, mayoritaria en apoyos sociales. O sea, el rol de la lucha armada siempre estuvo en discusión por sus consabidos impactos de todo tipo y consiguientes escisiones. No era ineluctable, sin retorno. De hecho, ocurrieron dos cosas: todas las corrientes fueron renunciando a ella en distintos momentos. ETA (VIª) ya en 1971; la penúltima, ETA P-M, en 1982; y, la última ETA, en 2011.

Txabi

Es legítimo hacer personajes de película con cualquiera. Ello vale para Pardines y para Txabi. No tengo constancia de que se haya buscado manipular ni lo contrario. No es el Txabi que yo conocí en Escolapios (tenía 3 años más que yo) ni el que nos dio una charla de captación años después, en San Ignacio (Bilbao). Pero tampoco es el que cuentan los que le trataron en sus dos últimos años de vida. Le describen con ganas de vivir, nada sombrío, enamoradizo, sin vocación de virgen ni mártir, ni con deudas de sangre, que amaba el paisaje urbano de la Ría, sus ruidos fabriles y humos, sus barcos recostados o aquellos Altos Hornos noctámbulos que incendiaban el cielo con rojas auroras boreales. Su poesía, bien tratada en la película -de la que fue albacea un ex alumno del colegio que, pensó con buen criterio, que debía circular- refleja muy bien su pensamiento existencialista, tan intimista como militante que compartimos gente de la época, con mismas lecturas, pensamientos e inquietudes.

Claro que remarcar que tomaba centramina quiere situarle a Txabi en desvarío ansioso, obsesivo y sacrificial, y es útil para desacreditarle. La información la dió Sarasketa –a quien conocí y traté en Auzolan (1984)- en una entrevista extraña a El Mundo en 1998. Solo dijo: “había tomado centraminas y quizá eso influyó”. De ahí a la abusiva e interesada deducción, hay un trecho.

En cambio, el guardia civil Pardines aparece reivindicado, como un buen chico, inocente, sin doblez, víctima de un asesino, y no como carne de cañón funcional de una Dictadura, que le puso en primera línea para perpetuarse. Presentar a Txabi como un asesino (“sus manos”), y no como en autodefensa o como víctima posterior de quien no podía dejarse coger para ser torturado y poner en peligro a otros, se me antoja más que discutible, cuando con las distancias debidas, se les reconoce ese rol a El Ché o a Sandino que también pegaban (muchos más) tiros.

Asimismo la relación entre su hermano José Antonio –a quien también conocí- y Txabi, se me escapa en su intimidad, pero junto a escenas tiernas y sinceras entre ambos hermanos, la sugerencia vicaria de vivir en el cuerpo del otro parece insufrible y maledicente. Primero porque Jose Antonio, con origen en EGI, no era de ETA y malamente podía pasarle el testigo, aunque sí tenía un importante ascendiente ideológico, por amistad y ayuda, sobre buena parte de los dirigentes. Historiaba sobre ETA y su evolución, era colaborador que ayudó, por ejemplo, a escribir el borrador del informe Txatarra para la Vª Asamblea, hombre de ideas, aparte de abogado y divertido diletante.

Imprecisiones

La idea de que Melitón Manzanas en 1965 consideraba a ETA “como los niñatos de las juventudes del PNV” no encaja, porque no podía no saber de dónde venían (EKIN 1953) y qué eran (ETA se funda en 1959) ya que se había encargado de machacar a un montón de militantes desde los primeros 60. Por ejemplo, en 1961 emboscan y matan a Javier Batarrita en Bolueta (Bilbao) o realizan 200 detenciones a raíz de un intento de descarrilamiento de un tren con ex combatientes falangistas.

Tampoco es muy creíble que los militantes de ETA se movieran como Pedro por su casa en la fábrica de Laminación de Bandas en Etxebarri cuando aquella lucha -heroica y derrotada- la dirigieron militantes cristianos como Osaba y otros y, a lo más, el tema ejercía de eco sobre la incorporación de la lucha obrera en la Euskadi libre y socialista que pretendía en ETA.

En cambio me parece rigurosa la imagen de dos iglesias, una militante (encarnada por Ramón Barea) -y que no se parece a la de los trazos gruesos de la Patria de Aramburu- y otra colaboradora del franquismo (el cura o el sacristán de Errexil que delata a Sarasketa).

Hay en la serie una buena dirección, sobre un guion menos bueno, que ha aceptado las tesis de una de las partes reconocibles en el avispero de la lucha por el “relato” sobre Euskal Herria y la violencia puesto que hay, al menos, dos asesores que figuran en los títulos de crédito que están en ello full time, a través de sendas fundaciones. Es más la película misma se entiende desde la intención de la lucha por el “relato”. Responde también a un interés de la gente -saber los por qué y cómo pasó- y no precisamente porque el cine sea solo cine, porque nunca lo ha sido. Este, en concreto, remueve cosas aunque quepa cuestionar su historia, por simple y distorsionada, sin perjuicio de defender el derecho a que se vea. Ya somos mayorcitos.

El director se defiende diciendo que “Historia manikeoa izan daiteke; istorioak, ez” (la Historia puede ser maniquea pero las historias no) (Berria 12-4—2020) pero se equivoca en esto, porque la Historia también se escribe con los trazos de las historias contadas de forma maniquea, y pueden ser más influyentes socialmente que la(s) Historia(s) siempre diferente(s) de los profesionales de la Historia que, también, tienen que elegir entre gestionar el pasado con visión de gran angular o con moralejas. En este caso exuda moralejas.

Tanto cuidado para evitar denuncias en no llamarle Asunbe a la hermana de Txabi; en no mencionar ni al querido Pepe Gorriti (Librería de la Plaza Nueva de Bilbao) ni a los de Lagun (Donostia) aunque calumniosamente una u otra librería –deductivamente no pueden ser otros- aparezca retratada como de “soplo” forzado; o utilizar otro nombre de guerra de quien puso la bomba en El Correo y a quien falsamente atribuyen una “kantada” posterior que nunca se produjo; o en no decir que “El inglés” es, a todas luces, Julen Madariaga al que falsamente atribuyen ver los toros desde la barrera…en la buena interpretación de Asier Etxeandia.

Por de pronto, abonando la desidia o la desfachatez, en los títulos de crédito -al menos en la serie que yo he visto y supongo que lo cambiarán por la probable denuncia judicial que vendrá- figuran como “asesores” -para arroparse con el aura del relato equilibrado- profesionales como Gurutz Jauregi, Eugenio Ibarzabal, Paco Etxebarria y J.M. Lorenzo Espinosa y, al menos, me consta que los dos primeros –y supongo que los otros, tampoco- nunca fueron consultados por los guionistas, quienes parecen defenderse con que habrían utilizado lecturas de escritos de los susodichos. ¡Oh, sorpresa! serían corresponsables de una escritura ajena, la de los guionistas (desfachatez) y, además, obtendrían en agradecimiento un regalo envenenado.

A la extrema derecha no le ha gustado el tema de la serie pero ha hecho poco ruido. A OKdiario le parece que blanquea a los fundadores. Si desde otro lado también la criticamos, la salida fácil es decir: “hemos acertado, estamos en el punto medio”. Lo siento, pero no es así, simplemente lo contáis mal, bellamente mal, con un sesgo tirando a reaccionario.

Ertículo de Ramón Zallo en https://vientosur.info/