Nada que ver con Crimea

Posted: 21st marzo 2014 by Euskaria in Sin categoría

JAUME LÓPEZ 

Crimea no es un caso de secesión, sino de irredentismo. Se trata de integrarse en un Estado contiguo ya existente, como en los casos de Irlanda del Norte o Cachemira

LA celebración de un referéndum en Crimea para decidir si sigue formando parte de Ucrania o pasa a ser rusa ha generado todo tipo de comparativas, más o menos interesadas, con el caso catalán u otras reivindicaciones soberanistas. Digámoslo desde el principio: no hay paralelismos. De todos modos, nos ofrece una excelente oportunidad para seguir presentando, definiendo y promoviendo el derecho a decidir, que poco tiene que ver con lo que está pasando en estos momentos en Crimea.

El derecho a decidir es un principio político -que protagoniza las reivindicaciones soberanistas en el caso de Catalunya- que plantea la necesidad de que todo tipo de disputas políticas sean resueltas democráticamente, también las que hacen referencia a la definición de fronteras. Se fundamenta en la existencia de comunidades democráticas ya existentes (demos) y reclama su potestad democrática para decidir constituirse en estados, si su viabilidad como tales es posible. No es extraño, por tanto, que este tipo de voluntades aparezca sobre todo allí donde hay demos que se consideran a sí mismos naciones. Para embarcarse en el reto de formar un nuevo Estado y pasar a formar parte de la esfera internacional como un actor más (con todas las interconexiones e interdependencias propias del siglo XXI pero, al mismo tiempo, con plena responsabilidad), es necesario disponer de una autoconciencia colectiva muy desarrollada, que solo es capaz de generar una identidad nacional.

Sin embargo, el derecho a decidir, a diferencia del derecho a la autodeterminación, no se erige ni legitima sobre la existencia de algún tipo de derechos históricos, ni siquiera sobre una definición objetiva de la nación, previa o independiente de la voluntad democrática de los ciudadanos que en el presente conforman ese demos. Democracia y voluntad dejan de lado a la historia y la necesidad como fundamentos de legitimación. No hay nada, pues, que reconocer. La mirada hacia el pasado es explicativa de la voluntad presente, no justificativa. El problema con el derecho a decidir es otro: ¿Cuál es el demos relevante para tomar la decisión? ¿Sobre qué colectivo se conforma la mayoría que ha de decidir? ¿Es cierto, por ejemplo, que el derecho a decidir sobre el futuro político de Catalunya es exclusivo del conjunto de los españoles, como hace unos días afirmaba el presidente del Gobierno español, reconociendo, por otra parte, la existencia de este derecho? Se trata de un problema irresuelto en la teoría democrática, pero sí en el análisis empírico: en los referéndums de secesión celebrados nunca ha votado el conjunto de los ciudadanos del Estado, sino aquellos que pretenden salir. (Creo que podríamos fundamentar lógicamente este proceder distinguiendo entre opinión y voluntad, pero precisaría de más espacio para desarrollarlo.)

El derecho a decidir puede conectarse fácilmente con una visión cosmopolita de la política, aunque no forme parte de su marco conceptual habitual. Es cosmopolita concebir los estados (incluso las naciones) en un segundo plano ante los individuos. Pero no porque no tengan importancia, como en el cosmopolitismo tradicional, sino porque su (gran) importancia es relativa a lo que los ciudadanos quieran considerar. No hay nada inmutable. La voluntad democrática no puede subyugarse a una definición constitucionalizada que no la tenga en cuenta. Las fronteras están al servicio de los ciudadanos y no los ciudadanos al servicio de las fronteras. El independentismo basado en el derecho a decidir se plantea como una vía, entre otras, para contribuir a la resolución de conflictos políticos, en un marco donde las fronteras son mutables, si así lo deciden los ciudadanos, asumiendo con ello todas sus consecuencias. No hay visión más cosmopolita que aquella que descansa en una idea flexible de la comunidad internacional y que, por principio, está abierta a todas las posibilidades que no contravengan un marco democrático.

Desde la óptica legal, a diferencia de lo que ocurre con el derecho a la autodeterminación, el derecho a decidir no dispone de un respaldo normativo, no se trata de un derecho positivado, pero no se puede decir, sin embargo, que no cuente con ningún documento jurídico que le pueda dar apoyo. Desde 2010, contamos con el dictamen del Tribunal Internacional de Justicia sobre la independencia de Kosovo que declaró -como es bien sabido- que su independencia no contravenía ningún precepto internacional (aunque eso no significa que se asiente sobre ninguno) porque fue democrática, pacífica y como resultado de la falta de acuerdo en negociaciones previas. En caso de que no se hubieran dado alguna de estas condiciones, sí resultaría ilegal, como lo fueron, por ejemplo -y cita el Tribunal-, las declaraciones de independencia de Rodesia del Sur, Chipre septentrional o República Srpska. El Tribunal, además, no vincula la independencia de Kosovo con el derecho a la autodeterminación que tienen -en sus propias palabras- los “pueblos subyugados o bajo explotación extranjera”, ni argumenta en ningún momento haciendo referencia a unos derechos de la nación kosovar o albanokosovar.

¿Qué tiene que ver todo esto con Crimea? Poco o, más bien, nada. El referéndum de Crimea se realiza en una situación de violencia (presión bélica) más o menos encubierta, sin deliberación pública, ni mínimas garantías democráticas. No ha habido ningún intento previo de proceso negociador en vistas a acomodar cualquier nueva aspiración del gobierno crimeo. En Crimea se apela al origen étnico de una parte de la población para legitimar una decisión, rompiendo con el espíritu cívico del derecho a decidir en el que no se plantea ningún tipo de distinción entre los ciudadanos de un mismo demos que, juntos y en pie de igualdad, han de decidir su futuro político. Desde esta perspectiva, tampoco tiene sentido hablar de población original o autóctona. Ni es relevante si fue regalada o no por la Unión Soviética hace sesenta años, si fue rusa antes que ucraniana, o incluso, tártara. Todo ello no afectaría a la legitimidad de la voluntad de los crimeanos si se dieran las condiciones necesarias. Pero ese no es el caso. Ni posiblemente lo sea en el futuro debido a la injerencia de un tercer actor dispuesto a actuar: Rusia. Su intervención sitúa el problema en el ámbito del principio de integridad territorial que, como el Tribunal de la Haya señala en el dictamen ya citado, solo los estados pueden conculcar, pero no una comunidad que decide separarse.

No es este, además, un caso de secesión, sino de irredentismo. Se trata de integrarse en un Estado contiguo ya existente, como en los casos de Irlanda del Norte o Cachemira. En perspectiva comparada, estos acostumbran a ser más violentos y peligrosos para la estabilidad internacional. Lógicamente, porque estas demandas tienen a un Estado detrás, o incluso a un imperio, como en este caso. La ilegitimidad del referéndum de Crimea nada tiene que ver, pues, con la legalidad constitucional, como se ha apresurado a señalar interesadamente el Gobierno español. Las razones de la comunidad internacional para estar en contra de este proceso nada tienen que ver con el proceso catalán. Son tantas las diferencias que confundir ambas cuestiones solo puede ser un intento más de los que niegan el derecho a decidir de los y las catalanas. Como dijo el president Mas: “Entre Crimea y Catalunya hay la misma distancia que entre España y el Reino Unido”.