Santiago Alba Rico
Frente al espumoso movimiento independentista en Catalunya, sonroja un poco la criminalización demagógica del nacionalismo por parte de una derecha que, a través de los medios de comunicación y de los partidos políticos, utiliza curiosamente los conceptos condenatorios asociados históricamente a la crítica izquierdista (identidad, tradicionalismo, violencia, protofascismo) para defender frente a ellos conceptos universales: ciudadanía, constitución, Estado de Derecho. El dilema, al parecer, obliga a escoger entre la democracia y Catalunya, como instancias recíprocamente excluyentes; y los mismos que hace 80 años hubiesen apoyado el lebensraum racista de Hitler y la cruzada “nacional” de Franco, los mismos que hace dos días se exaltaban con la “reconquista” de Perejil o de Gibraltar, los mismos que espurrean la marca España en todos los foros -y que aplauden leyes antiterroristas y medidas liberticidas- se convierten, frente “al bucle melancólico del nacionalismo separatista”, en apasionados defensores de las libertades democráticas, en cuyo nombre impugnan, cargados de razón ilustrada, el derecho a decidir de los catalanes (o los vascos y los gallegos).
Pero el dilema, lo sabemos, no es ése. El dilema -que una consulta democrática debería plantear en forma de pregunta- es el que enfrenta a España y Catalunya o, si se prefiere, al nacionalismo español y al nacionalismo catalán. O, para formularlo de otra manera, la elección se plantea entre una nación democrática española y una nación democrática catalana. Es difícil entender en qué sentido una Catalunya independiente sería menos democrática que la España del bipartidismo, la monarquía y la Audiencia Nacional. Paradójicamente, España sería un poco más democrática si permitiera la independencia de Catalunya o, para empezar, su autodeterminación; y una Catalunya republicana, al menos en las formas, sería siempre un poco más democrática que una España borbónica.
La derecha ha sido siempre nacionalista en el sentido excluyente y antidemocrático del término. La duda está en saber si el nacionalismo, al contrario, puede ser también de izquierdas; si puede haber un nacionalismo anti-imperialista, anticapitalista y democrático. En el caso de Catalunya, lo que la izquierda sabe es que las diferencias entre España y Catalunya nada tienen que ver con la democracia y sus instituciones. En el actual contexto europeo y mundial, España y Catalunya podrían convivir una junto a otra como dos democracias igualmente limitadas por la tenaza económica y el dominio de clase. Ni la izquierda catalana ni la izquierda del resto del Estado se engañan a este respecto: no hay ninguna razón propiamente “marxista” para apoyar o para rechazar la independencia de Catalunya. Pero tal y como están las cosas en el mundo, la verdad es que no habría tampoco ninguna razón “marxista” -de pura lógica de clases- para pronunciarse respecto de Palestina, Afganistán, Iraq o el Sahara. Ni, desde luego, para apoyar o rechazar la democracia en Túnez, Egipto u Honduras.
Pero es que la democracia cuenta. ¿Cuál debe ser la posición de la izquierda frente al nacionalismo? Aquí hay que seguir a Lenin: tajante e implacable con el nacionalismo opresor; muy sensible y receptiva con el nacionalismo oprimido. Si existe objetivamente una diferencia -y una confrontación- entre naciones opresoras y naciones oprimidas, diferencia que sólo las naciones opresoras niegan, entonces el imperativo de la izquierda española es dar prioridad absoluta a la defensa democrática de la autodeterminación (que es la defensa de la democratización de España). En cuanto a la izquierda catalana (o vasca o gallega) debe ser severamente crítica, e incluso prioritariamente crítica, con el carácter clasista del movimiento independentista, pero sin excluirse de una movilización popular sin precedentes, y sin equivalente en otras partes del Estado, que ni Mas ni los discursos oficiales son capaces de ceñir y que podría utilizarse en favor de un proyecto más radical. Catalunya no está al borde del socialismo, pero aún menos España. ¿Debe la izquierda catalana oponerse al principio de autodeterminación porque la burguesía lo está gestionando de manera fraudulenta o, por el contrario, tratar de instilar y extender lucidez política y económica en una reclamación socialmente mayoritaria y políticamente democrática? Después de todo, en una Catalunya independiente de derechas la izquierda catalana no estaría peor que ahora; y en ese caso, además, la izquierda catalana y la izquierda española podrían ser por fin recíprocamente inter-nacionalistas (mientras que ahora son muchas veces opuestamente nacionalistas).
Queda en pie la cuestión general del nacionalismo. No es que el nacionalismo de las naciones oprimidas sea a veces anticapitalista, anti-imperialista y democrático; es que el anticapitalismo, el anti-imperialismo y la democracia se desarrollan en el contexto de una disputa fatalmente territorial cuya unidad histórica más o menos estabilizada, y cuestionada precisamente hoy por la acumulación capitalista, es la nación oprimida. El internacionalismo (recordaba hace poco Gorka Larrabeiti) presupone la existencia soberana de las naciones y su contrario, añado yo, es el cosmopolitismo, nomadismo identitario postmoderno de las naciones y las clases opresoras. De Vietnam al ALBA, la izquierda no niega el motor nacionalista de los movimientos emancipatorios y soberanistas. Pero hoy sabemos -o deberíamos saber- hasta qué punto es un error considerar la “identidad” misma como reaccionaria o potencialmente fascista. Al contrario que Lenin, más sensible a las diferentes culturas “nacionales”, Stalin preconizó una “abstracta identidad proletaria” que condujo, según denunciaba Sultán Galiev, a la “colonización pan-rusa” de la periferia soviética. No hay una “identidad proletaria” y, cada vez que se ha intentado imponer una por la fuerza, se han destruido formas densas de resistencia que hoy son más importantes que nunca: basta ver el papel que está jugando la “identidad indígena” -que no conviene ni mucho menos idealizar o celebrar sin reservas- como resistencia ecológica y organizativa frente a la furia destructora del capitalismo. El capitalismo es -por así decirlo- un turboestalinismo. En definitiva: sólo una combinación de Derecho, Democracia e Identidad Antropológica pueden cuestionar hoy, desde la izquierda, el avance imparable del neoliberalismo económico y del neofascismo político.