La Transición que seguimos pagando

Posted: 30th abril 2014 by Euskaria in Sin categoría

Ramón Zallo   

http://www.euskaria.eu/news/1398837152

Ha habido una mitificación sobre la Transición (y el consenso) como modelo inteligente y relato de personajes. Pero el tiempo ha puesto en su sitio sus mitos. Los grandes ausentes del relato fueron justo los principales protagonistas: las movilizaciones masivas de los años 70 y especialmente las amplias militancias de los partidos de izquierda comunista, radical y abertzale y los movimientos organizados como los movimientos obreros, de emancipación nacional vasco, estudiantil o cívico catalán.

La Transición impuso seis reglas. Dos decisivas sobre el pasado: amnesia -cristalizada en la Ley de Amnistía del 77- y negativa a la depuración de los aparatos de Estado, hasta el punto de asignarle a las Fuerzas Armadas la fijación de los límites para el nuevo régimen (sujeto de la soberanía y unidad española). Y otras cuatro sobre el futuro: ninguna ruptura constituyente y, en su lugar, una democracia devaluada aunque homologable para una integración en la entonces Comunidad Europea; la monarquía como forma de Estado heredada y garante del compromiso; el disciplinamiento de las reivindicaciones sociales -formalizado en los Pactos de la Moncloa-; y el Estado mononacional español sobre una base regionalizada no federal de café para todos, que permitiera portazos a las naciones históricas.

Se trató así de una reforma más impuesta que pactada, muñida entre las élites bajo la iniciativa de la élite tardofranquista simbolizada por Suárez -toreando al bunker bajo promesa de impunidad- y que derivó en un proceso constituyente condicionado.

De hecho se instauró una democracia de baja calidad sin profundización en valores democráticos, más allá de los homologables procedimientos formales y procesos electorales, con un amplio margen para la corrupción y escaso sentido democrático que cabe denominar como partitocracia bipartidista. Una fórmula ya ensayada con el régimen de la Restauración del XIX basada en la unidad española y en el ninguneo ciudadano. Asimismo, dio aliento a unas nuevas elites políticas que no lucharon contra el franquismo y que se han ido cooptando por lealtad a los líderes.

La escasa educación democrática y de valores facilitó las tragaderas sociales hacia la degradación de los DDHH a lo largo de estos 35 años. Unos los subordinaron a la emancipación nacional con continuos atentados mortales ante los que muchos miraban para otro lado; y otros los supeditaron al statu quo insensibilizando a las mayorías ante la represión, la tortura o el nacimiento de los GAL en los 80 por encargo de la cúpula del PSOE. Los derechos sociales -salvo enseñanza y sanidad- se deterioraron paulatinamente. El Estado mononacional y regionalizado le dio la excusa a ETA para seguir matando hasta 2011, convirtiéndose, a su vez, en excusa del régimen para negar derechos políticos o exceptuar derechos humanos en una estrategia tancredista de los dos partidos mayoritarios de Estado.

Así, la transición estuvo condicionada por factores contradictorios:

La burguesía financiera quería la homologación europea y temía la desestabilización, consciente de que el desarrollismo había creado la base económica y social de los sepultureros del régimen: una masiva clase trabajadora industrial y una fuerte ampliación de las clases medias. A añadir el decisivo factor vasco. La tendencia social a la radicalización se alimentó en la incapacidad del tardofranquismo para satisfacer demandas sociales y nacionales.

El franquismo no tenía ya base sociológica ni institucional. La propia Iglesia estaba dividida y el nacionalcatolicismo ya no era soporte. El ejército -tras las muertes de Carrero y Franco- se había quedado sin líderes pero no presentaba fracturas significativas. El régimen necesitaba, bajo riesgo de descomposición, neutralizar a su ala dura y lograr, desde una posición de fuerza, un pacto político con la oposición. Para ello Suárez consiguió inaugurar el tablero de juego con la Ley de Reforma política del 76 (aunque la huelga del 12 de noviembre de 1976 contó con un millón de huelguistas) y la renuncia de la oposición a la ruptura.

Geopolíticamente fue muy importante el apoyo de EEUU al Gobierno Suárez por temor a un nuevo Portugal que desestabilizara el sur europeo. Por su parte, la socialdemocracia alemana presionó con la zanahoria de la financiación a un entonces testimonial PSOE hacia la “reforma pactada”. Una vez Suárez y socialistas llegaron a una entente en 1976, al PCE le entró el pánico de la marginación y pensó que tenía que ser legal antes de las elecciones de 1977 al coste de aceptar la monarquía y la rojigualda y de embridar a los movimientos que controlaba. Cavó su tumba. Renunció a fraguar, en términos gramscianos, un Bloque Histórico alternativo al que había gobernado los anteriores 40 años.

En el inicio de la Transición se daba el liderazgo no orgánico del nacionalismo radical, pero tenían más peso orgánico las estructuras representativas y sindicales obreras, así como la izquierda radical, que tenía un peso superior al propio PC. La izquierda abertzale no apareció como alternativa global hasta los primeros 80, sobre el doble pie de la movilización y de la lucha armada; en el caso de ETA(m) con estructuras estancas que favorecieron una larga autonomía y liderazgo del aparato militar. En 1978 hubo 86 muertos y siguió un reguero de sangre y dolor, a pesar de que fue contraproducente para una estrategia de rechazo al nuevo régimen, además de ajeno a una ética elemental. En 1987 se produjo el traumático atentado de Hipercor y, dos años después, en 1989, fracasaban las conversaciones de Argel. En las generales de 1993 ya se advirtió el declive de HB.

Por su parte, el peso e intervención social del PNV y ELA en el tardofranquismo fueron limitados, pero su bagaje simbólico emergió potente en la Transición en base a los sectores que despertaban al cambio.

En Euskal Herria no incidieron a mediados de los 70 las dinámicas de la Junta, la Plataforma Democrática o la Platajunta. Al contrario que en el Estado, donde ya para 1980 cundió el desencanto entre las bases de izquierda, continuaron las luchas masivas pero temáticas hasta 1992 (Lemoiz, Leitzaran, antimilitarista…). El rechazo constitucional y la institucionalización estatutaria -a la postre bastante decepcionante incluso para quienes la lideraron- vinieron acompañadas y seguidas de comportamientos electorales y mapas de agentes muy distintos a los del resto del Estado en las siguientes décadas. En cualquier caso, la influencia vasca a escala de Estado en los años 80 ya era limitada respecto al estabilizado gran juego. No podía desanudar ni cortar el nudo gordiano tejido en la Transición.

La ruptura no era una revolución. Solo una memoria con reparación; una depuración institucional; un proceso constituyente sin condiciones; el derecho de autodeterminación de las comunidades que solicitaran ejercerlo; la atención a reivindicaciones sociales que homologaran el nivel de bienestar con Europa; un gobierno provisional que guiara el camino; y un sistema democrático proporcional de listas abiertas. ¿Pudo ser de otra manera? Eso creo. A escala de Estado no se quiso llevar la correlación de fuerzas a un estadio superior mediante una alternativa general, un liderazgo y un proceso de movilización directamente político. Se podía haber logrado -con más de tiempo y otros cauces- algo superior a la reforma semipactada, aunque probablemente algo inferior a la ruptura. Y, desde luego, habrían sido posibles una democracia más profunda que garantizara la generalización de valores democráticos, como en la época republicana, y al menos una España plurinacional.

Se sacralizó el consenso, que no fue sino la entrega de la primogenitura a los herederos más amables del régimen. Más que de una traición del PSOE y el PC se trató de una claudicación -como decía Sánchez Ferlosio- dejando a los movimientos en la estacada y, tempranamente, débiles en el desengaño. Lo seguimos pagando.